"Camaradas, entramos en el país insurrecto. Os doy la orden de entregar a las llamas todo lo que sea susceptible de ser quemado y pasar al filo de la bayoneta todo habitante que encontréis a vuestro paso. Sé que puede haber patriotas [ciudadanos afectos a la Revolución] en este país; es igual, debemos sacrificarlo todo".
El primer genocidio de la era moderna
Ni Lenin fue más claro. De todos los intentos de exterminio que jalonan la historia de la Modernidad (armenios, ucranianos, judíos, rusos blancos, camboyanos, tutsis, venezolanos...), aquel en el que mejor consta la determinación genocida es el que tuvo lugar en 1793 y 1794 contra la población de la región francesa de la Vendée a causa de su fidelidad católica. La voluntad exterminadora del Comité de Salud Pública era tan clara, que los ejecutores materiales de las matanzas, sintiéndose inequívocamente respaldados, no temieron dejar constancia de ellas, por incriminatorio que pudiese resultar.
La frase citada al principio, por ejemplo, la pronunció el general Grignon, al mando de la primera columna que entró en el país. Pero esa y otras pruebas padecieron durante dos siglos un espeso manto de silencio: la historia de la Revolución Francesa la escribieron los revolucionarios, y la protección pública a una verdad oficial que ocultaba esos hechos laminaba en la práctica la labor de los historiadores que osaran discutirla.
Una investigación capital: Reynald Secher
Sólo en torno a 1989, con ocasión del bicentenario, comenzaron a llegar a la opinión pública hechos que hasta entonces sólo divulgaban las minorías contrarrevolucionarias. En 1985, cuando Reynald Secher quiso defender primero, y publicar después, su tesis doctoral sobre el genocidio de la Vendée (La Vendée-Vengé. Le génocide franco-français), que allegaba cientos de testimonios de autoinculpación de los revolucionarios, fue seriamente advertido de las consecuencias para su futuro académico de exponer unos hechos que contradecían el adoctrinamiento impuesto a los franceses desde la escuela durante doscientos años.
Pero siguió adelante, y aunque el libro nunca se ha publicado en español, forma ahora el punto de partida de la reciente obra de investigación del profesor Alberto Bárcena en La guerra de la Vendée. Una cruzada en la revolución (San Román). Bárcena brinda así, por primera vez al lector no especializado, los elementos esenciales de la investigación de Secher, completados con la propia investigación del autor.
El libro demuestra, con base documental y testifical, que el fundamento de la resistencia de los vendeanos, y la causa del odio revolucionario hacia ellos, fue la religión.
Amor a los refractarios, desprecio a los juramentados
Tras el asesinato de Luis XVI el 21 de enero de 1793 y el inicio de la guerra contra España en marzo, la Convención ordenó una leva de 300.000 hombres, que fue la chispa que encendió la rebelión. Pero lo que realmente había convertido en rebeldes los espíritus de los franceses (no sólo los vandeanos) era la Constitución Civil del Clero, que exigía a los sacerdotes un juramento de fidelidad a la Revolución.
La canción El escapulario evoca la memoria católica del pueblo vandeano en su lucha por el Reinado Social de Cristo.
Los vandeanos, entrañablemente adheridos a la monarquía católica, se distinguieron particularmente en ese rechazo a las autoridades revolucionarias.
Héroes de la resistencia católica
El levantamiento popular, en ocasiones sin más armas que los aperos de labranza, fue tan entusiasta que infligió a los azules derrotas memorables, de forma que los caudillos católicos se convirtieron en mitos, comenzando por el primero de ellos, Jacques Cathelineau, muerto en combate, y siguiendo por nombres de leyenda como François de Charette o el conde de La Rochejaquelein.
Hasta 40.000 soldados lograron presentar en orden de batalla los contrarrevolucionarios, que estuvieron a punto de conquistar Nantes. Llegaron a sumar más de cien mil hombres.
Se decide el genocidio
La Convención comprendió que la mecha vandeana podía prender en todo el país por motivos similares, y fue entonces cuando se tomó la decisión del genocidio: el decreto de 1 de agosto de 1793, que incluía el envío a la región de cantidades ingentes de materiales combustibles de toda clase. El pueblo no combatiente abandonó masivamente la zona, en número de 80.000 personas, mientras los revolucionarios saqueaban y quemaban sus casas.
Un despacho del general Marceau, comandante en jefe interino del ejército del oeste, describe así su paso por la Vendée: "Por agotadas que estuvieran nuestras tropas hicieron todavía ocho leguas, masacrando sin cesar y haciendo un botín inmenso. Nos hicimos con siete cañones, nueve cajas y una inmensidad de mujeres (tres mil fueron ahogadas en Pont-au-Baux)". Los ahogamientos masivos en los ríos fueron uno de los métodos más usados para las matanzas: las llamaban eufemísticamente "deportaciones verticales".
"Fusilamos a todo el que cae en nuestras manos, prisioneros, heridos, enfermos en los hospitales", confiesa el general Rouyer.
Medidas "buenas y puras"
La intensidad de las matanzas era de tal calibre, que algunos de los ejecutores quisieron ponerse a cubierto de cualquier responsabilidad. El 17 de de enero de 1794, el general Turreau exige a la Convención que le confirme la orden de "quemar todas las villas, pueblos y aldeas de la Vendée que no estén en el sentido de la Revolución". Y no por escrúpulos morales, sino por mera seguridad jurídica, pide certidumbres: "Debéis igualmente pronunciaros de antemano sobre la suerte de las mujeres y los niños. Si hay que pasarlos a todos por el filo de la espada, yo no puedo ejecutar semejante medida sin una orden que ponga mi responsabilidad a cubierto".
La respuesta del Comité de Salud Pública llegó el 8 de febrero, y es la prueba evidente de que en la Vendée no hubo excesos: todo lo que se hizo estaba amparado por las autoridades de la Revolución Francesa. "Te quejas, ciudadano general", le dicen, "de no haber recibido del Comité una aprobación formal a tus medidas. Éstas le parecen buenas y puras pero, alejado del teatro de operaciones, espera los resultados para pronunciarse: extermina a los bandidos hasta el último, ése es tu deber". Los "bandidos" eran, obviamente, los católicos vandeanos.
La rebelión ocultada es un docudrama de reciente producción sobre el genocidio de la Vendée. He aquí el tráiler.
Un horror inconcebible
De las atrocidades cometidas da cuenta la denuncia de un oficial de policía, Gannet, sobre lo que vio cometer al general Amey, que mandaba la división con sede en Mortagne. Una vez más, la denuncia no es moral, sino política: sencillamente, Amey, en absoluta orgía asesina, está matando también a partidarios de la Revolución Francesa.
He aquí el impresionante testimonio de Gannet: "Amey hace encender los hornos y cuando están bien calientes mete en ellos a las mujeres y los niños. Le hemos hecho amonestaciones; nos ha respondido que era así como la República quería cocer su pan. Primeramente se ha condenado a este género de muerte a las mujeres bandidas, y no hemos dicho demasiado; pero hoy los gritos de esas miserables han divertido tanto a los soldados y a Turreau que han querido continuar esos placeres. Faltando las hembras de los realistas, se han dirigido a las esposas de verdaderos patriotas. Ya veintitrés, que sepamos, han sufrido este horrible suplicio y no eran culpables más que de adorar a la nación. Hemos querido interponer nuestra autoridad, los soldados nos han amenazado con la misma suerte".
Aquellas fuerzas revolucionarias, uniformadas, al mando de generales que luego destacarían bajo Napoleón, debidamente respaldadas por el Comité de Salud Pública, fueron denominadas "columnas infernales".
Se justifica por más testimonios. El capitán Dupuy, del batallón de la Libertad, escribe así a su hermana: "Por todas partes donde pasamos, llevamos la llama y la muerte. La edad, el sexo, nada es respetado. Un voluntario mató, con sus propias manos, a tres mujeres. Es atroz, pero la salvación de la República lo exige imperiosamente. No hemos visto un solo individuo sin fusilarle. Por todas partes la tierra está cubierta de cadáveres".
El cirujano Thomas describe escenas horrorosas: "He visto quemar vivos a hombres y mujeres. He visto ciento cincuenta soldados maltratar y violar mujeres, chicas de catorce y quince años, masacrarlas después y lanzarse de bayoneta en bayoneta tiernos niños que habían quedado al lado de su madre sobre las baldosas".
Hay datos aún más escalofriantes, como la utilización de la piel de las víctimas, un hecho firmemente documentado en varias causas judiciales e incluso en un informe oficial del capitoste revolucionario Saint-Just: "Se curte en Meudon la piel humana. La piel que proviene de hombres es de una consistencia y de una bondad superiores a la de las gamuzas. La de los sujetos femeninos es más flexible, pero presenta menos solidez".
Los cadáveres de los vandeanos servían incluso para grasa. De nuevo, a confesión de parte, en este caso de uno de los soldados del general Crouzat que el 5 de abril de 1794 quemaron a 150 mujeres: "Hicimos agujeros en la tierra para colocar calderas a fin de recibir lo que caía; habíamos puesto barras de hierro encima y colocado a las mujeres encima. Después, más encima aún, estaba el fuego. Dos de mis camaradas estaban conmigo en este asunto. Envié diez barriles a Nantes. Era como la grasa de momia: servía para los hospitales".
Reacción tardía
Algunos revolucionarios, como el general Danican, sí denunciaron la barbarie: "He visto masacrar a viejos en su cama, degollar niños sobre el seno de sus madres, guillotinar mujeres embarazadas e incluso al día siguiente de su alumbramiento. Las atrocidades que se han cometido ante mis ojos han afectado de tal manera mi corazón que no sentiré nunca la vida".
Y al final, la misma Convención que había ordenado el genocidio y amparado su brutalidad tuvo que reconocer, el 29 de septiembre de 1794, que "jefes bárbaros, que osan aún decirse republicanos, han hecho degollar, por el placer de degollar, a viejos, mujeres, niños. Municipios patriotas incluso han sido las víctimas de esos monstruos de los que no detallaremos las execrables actuaciones".
Exterminada la quinta parte
No hacía falta, pues sus mismos autores no tuvieron reparo en contarlas. Todo este aporte documental, que se hallaba virgen hasta 1985 porque nadie se atrevía a desmentir la versión oficial hasta que Reynald Secher lo hizo, forma parte de La guerra de la Vendée de Alberto Bárcena.
Pero la obra de Bárcena no se limita a estudiar la represión. Es una historia completa de las campañas bélicas, de la trastienda política y de las razones que, aparte la religión (la principal), también contribuyeron al ensañamiento con esa región francesa, que perdió el 14,38% de la población (dos tercios campesinos, un tercio comerciantes) y vio destruidas el 18,16% de sus casas. Son valores medios, porque hay pueblos donde el exterminio de personas y de hogares llegó al 80%.
Todo ello, bajo la divisa Libertad, Igualdad, Fraternidad y en nombre de los Derechos Humanos. Una historia que estaba por escribirse.
La persecución contra los obispos y sacerdotes que se negaron fue brutal, y las autoridades los sustituían por el clero adicto. Bárcena cita multitud de documentos en los que el pueblo exige "buenos curas" como una de sus principales reivindicaciones. Los curas juramentados eran detestados como infieles. Los refractarios, protegidos y escondidos por la gente aun a riesgo de su propia vida.
Como profetizo el joven Joseph ratzinger luego papa emerito Benedicto XVI: Los cristianos, abocados al martirio, la clandestinidad o la persecución, ahora con el poder manifiestode "Un siglo de comunismo chino con una constante de Mao Tse Tung a Xi Jinping: «Erradicar la religión»Desde la llegada al poder en 2013 el mismo año que el papa jesuita socialista argentino y el colombiano ficha castrocomunista en Venezula, de Xi Jinping se ha disparado la persecución religiosa en China, al tiempo que el culto a la personalidad del líder comunista se asemeja cada día más a los tiempos de Mao Tse Tung (1893-1976), responsable directo de la muerte de setenta millones de sus compatriotas en ejecución de una "Revolución Cultural" que vuelve a ser mirada con admiración.
La Iglesia y otras comunidades cristianas, consideradas además "extranjeras", fueron víctimas prioritarias de la voluntad expresa de "erradicar la religión", como recuerda Leone Grotti en un reciente artículo en Tempi con motivo del centenario de la fundación del Partido Comunista Chino.
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China: cien años de persecuciones
La última misa en el monasterio de Nuestra Señora del Consuelo de Yangjiaping se celebró a las dos de la madrugada del 9 de julio de 1947. El monasterio, construido en 1883 y habitado por 75 monjes trapenses, en su mayoría ancianos y enfermos, estaba situado en la región nororiental de China, en la línea divisoria entre las fuerzas del Partido Comunista y las fuerzas nacionalistas.
Dos años más tarde, en 1949, el Ejército Rojo había conquistado todo el país; sin embargo, antes del nacimiento de la República Popular los cristianos ya tuvieron una muestra de lo que sucedería sistemáticamente en las décadas siguientes. Cuando los comunistas rompieron las líneas enemigas, instaron a los habitantes de las treinta aldeas de los alrededores a saquear el monasterio y, tras detener a los monjes, los acusaron de ser nacionalistas y espías de los japoneses y los juzgaron ante un millar de personas.
Desde la conquista del poder por los comunistas, ya antes de la Revolución Cultural pero sobre todo en ella, muchos disidentes fueron torturados, vejados y expuestos a juicio y humillación públicos antes de ser asesinados. Entre ellos, sacerdotes y religiosos.
Los trapenses fueron golpeados salvajemente y a los que pedían clemencia, los comunistas les respondían: "¡El tiempo de la clemencia ha terminado! Ahora es el momento de la venganza". El 23 de julio, el juicio popular terminó con la condena a muerte de todos los monjes. La noche del 12 de agosto se los llevaron atados con cadenas o alambre de espino.
La marcha de la muerte
Así comenzó lo que se describe en el libro Monjes en la tormenta [de Paolino Beltrame Quattrocchi] como la "marcha de la muerte", el caso más llamativo de martirio en China antes del advenimiento de la República Popular de Mao Tse Tung. Los monjes fueron obligados a marchar sin rumbo decenas de kilómetros al día durante meses. Los soldados comunistas los alimentaban solo con cereales secos, y por la noche les obligaban a dormir con los cerdos en las pocilgas de los pueblos. Los que tenían las muñecas atadas a la espalda tenían que comer el arroz del cuenco directamente con la boca, como los animales.
Los monjes recibían golpes cada vez que se detenían y no se les permitía hablar ni rezar en ningún momento del día o de la noche. Además de la tortura física, los comunistas disfrutaban desmoralizándolos. Arrasaron y quemaron el monasterio y después les dijeron a los monjes: "Durante mucho tiempo no habrá Iglesia católica en nuestro territorio". A finales de septiembre, los maoístas se hartaron de perseguir a los monjes y liberaron a los que quedaban vivos. Treinta y tres de ellos habían muerto por agotamiento o tortura.
Dominar el alma
La persecución religiosa ha sido siempre una de las señas de identidad del Partido Comunista, que nació hace cien años, el 23 de julio de 1921, en Shanghai. El presidente Xi Jinping ha celebrado el importante aniversario con un discurso grandilocuente en la plaza de Tiananmén de Pekín, distorsionando la historia y pasando por alto las innumerables masacres que el Partido ha llevado a cabo. Para conseguir los éxitos reivindicados por Xi, el Partido Comunista no dudó en pisotear los derechos humanos y civiles del pueblo chino.
Si la masacre de miles de jóvenes estudiantes indefensos en la plaza de Tiananmén en 1989, aplastados por los tanques, demuestra hasta dónde estaba -y está- dispuesta a llegar la dictadura para mantener el poder, el incumplimiento de la libertad religiosa, un derecho consagrado en la Constitución, es la representación emblemática de la pretensión del Partido de no contentarse con gobernar al pueblo externamente, sino que también quiere dominar su alma.
Sin ley y sin Dios
No es casualidad que a Mao le gustara llamarse a sí mismo "wufa wutian", sin ley y sin Dios, como describe su médico privado, Li Zhisui, en una biografía. En otras palabras, traduce Li, "Mao creía que él era dios y la ley".
Aunque durante el VII Congreso Nacional del PCCh, en 1945, Mao dijo que "todo el mundo es libre de profesar una religión o de no profesar ninguna", tal y como describió en una dramática carta monseñor Gaetano Pollio, arzobispo de Kaifeng, a su paso los comunistas "ocuparon las viviendas, celebraron mítines populares en las iglesias y dictaron sentencias contra los ricos, los cristianos y los empleados del gobierno. Los altares, los objetos sagrados, las imágenes, las estatuas, todo ha sido destrozado y quemado. Es la hora de la sangre... ¿Se necesita también la nuestra?".
La respuesta no tardaría en llegar.
Detrás de la cortina de bambú
Tras el nacimiento de la República Popular en 1949, para "eliminar la mentalidad religiosa", como quería Mao, se subieron los impuestos a las diócesis, que tuvieron que venderlo todo, incluidos los colchones, para pagarlos. La reforma agraria de 1950 incluía confiscar las tierras propiedad de las diócesis. Quizá la declaración más clara y concisa de las intenciones del régimen la hizo en 1957 Li Weihan, entonces director del poderoso Frente Unido: "La aplicación diligente de la política de libertad religiosa del Partido es el mejor medio para erradicar la religión. Nuestro objetivo es que los fieles acaben cambiando sus creencias, lo que llevará a la extinción de la religión. Si aplicamos este lema revolucionario en su totalidad, los creyentes se convertirán gradualmente en no creyentes".
Sobre la base de estos principios, como demuestran las crónicas recogidas por Angelo Lazzarotto en su libro La China de Mao procesa a la Iglesia, se pidió a los católicos que establecieran una Iglesia cismática separada del Vaticano. La campaña por la independencia de Roma estuvo acompañada por la campaña para expulsar a todos los misioneros extranjeros. El gobierno podía hacerlo en cualquier momento, pero quería que fueran los propios fieles quienes denunciaran sus delitos. Para ello, sometieron a los cristianos a incesantes sesiones de "reforma del pensamiento", es decir, de lavado de cerebro.
El Libro rojo de los mártires
El diario de Li Min-wen, una joven católica de 20 años, que el misionero del PIME Giovanni Carbone introdujo en Italia escondido en sus zapatos y que se resume en El Libro rojo de los mártires chinos, es muy esclarecedor. El 2 de abril de 1951, Li fue detenida de camino a misa y encarcelada. Encerrada en una pequeña celda fue interrogada incesantemente día y noche.
Las preguntas de los interrogadores eran siempre las mismas y tenían un único objetivo: obligarla a denunciar al obispo y aprobar una Iglesia católica separada de la Santa Sede.
La obligaron a escribir interminables confesiones y cada vez, sin cesar, recibía la misma respuesta: "No sirve: ¿y si el gobierno te condena a cadena perpetua o te ejecuta?". Entonces intentaron engañarla por otros medios: "Tus amigas ya lo han confesado todo", le dijeron.
Al cabo de un mes, la llevaron ante un tribunal popular para que pudiera acusar a los sacerdotes y al obispo en persona. Con gran valentía, Li continuó guardando silencio. Un sacerdote le hizo llegar esta nota a la cárcel: "Eres la gloria de la Iglesia, la columna de la fe entre los cristianos". Li no fue liberada hasta el 29 de julio, fecha a partir de la cual tuvo que asistir a nuevos cursos de adoctrinamiento, que duraban desde la mañana hasta altas horas de la noche. Un mes después, al ver que seguía sin retractarse, los comunistas la liberaron, llamándola "perro fiel de los imperialistas".
Iglesia del silencio
No todos fueron tan valientes como Li Min-wen y los extranjeros acabaron siendo expulsados. En 1957 se creó la Asociación Patriótica para gestionar la vida de la Iglesia china independiente de Roma, y los fieles se vieron obligados a vivir en modernas catacumbas.
Había nacido la "Iglesia del silencio" y durante casi veinte años nadie supo nada de sus vicisitudes, ocultas como estaban tras la "cortina de bambú". Las iglesias y los seminarios permanecieron cerrados hasta aproximadamente 1977, y los cristianos fueron torturados, asesinados o enviados a campos de trabajo.
Pero la fe no murió, como demuestran las increíbles cartas que los cristianos chinos enviaron, a partir de 1978, al padre Domenico Maringelli, misionero del PIME en China de 1936 a 1952, recogidas en esa rara perla del padre Piero Gheddo que es su libro Cartas a los cristianos desde China. Si la fe consiguió sobrevivir a la furia de la Revolución cultural, fue gracias a algunos brillantes ejemplos de heroísmo, como los del cardenal católico Ignacio Kung Pin-mei y el pastor protestante Wang Zhiming.
Juicio público en el canódromo
El primero, nacido en 1902 y consagrado obispo de Shanghai en 1949 por el Papa Pío XII, previó la inevitable detención y en cinco años educó a un ejército de catequistas capaces de transmitir la fe a las generaciones futuras. De hecho, solía decir a los que proponían rendirse a los maoístas: "Si renunciamos a nuestra fe, desapareceremos y no volveremos a levantarnos. Si nos mantenemos fieles, seguiremos desapareciendo, pero resucitaremos".
Juan Pablo II recibe al cardenal Kung Pin-mei.
Juan Pablo II recibe con afecto al cardenal Ignacio Kung Pin-mei (1901-2000), obispo de Shanghai, largos años encarcelado por fidelidad a la Iglesia.
Le arrestaron la noche del 8 de septiembre de 1955 junto con otros 200 sacerdotes y fieles. Un mes después, fue juzgado públicamente en el canódromo de Shanghai, en pijama y con las manos atadas a la espalda.
Le llevaron a empujones hasta el micrófono para que confesara, pero él solo gritó: "¡Viva Cristo Rey, viva el Papa!". La multitud respondió: "¡Viva Cristo Rey, viva el obispo Kung!" y el juicio terminó inmediatamente. Condenado a cadena perpetua y trabajos forzados, no se volvió a saber de él durante 25 años.
No traicionaré al Papa
El día antes del veredicto, sus carceleros le ofrecieron una última oportunidad para pasarse al bando de la Iglesia patriótica. "Podéis cortarme la cabeza, pero no traicionaré al Papa", respondió. Tras otros dos años y medio de arresto domiciliario, en 1988 se trasladó a Estados Unidos. Juan Pablo II lo creó cardenal in pectore en 1979 y solo reveló el nombramiento al mundo en 1991. El cardenal Kung murió en el año 2000 a la edad de 98 años y la causa de su beatificación está en marcha.
Igualmente heroica es la historia de Wang Zhiming, un pastor protestante de la minoría étnica miao, originario de Yunnan, que fue ejecutado durante la Revolución cultural. Su estatua se encuentra en la Gran Puerta Occidental de Westminster (Londres), junto con las de otros importantes mártires cristianos del siglo XX. El relato más fiel de su vida se encuentra en el libro Dios es rojo, del poeta ateo y disidente Liao Yiwu.
A medianoche en las grutas
Quien ha hablado sobre Wang Zhiming ha sido su hijo Zisheng en una entrevista. Wang nació en una familia de conversos en 1907 y pronto se convirtió en pastor protestante. Detenido por primera vez en 1954, fue puesto en libertad, pero no pudo escapar a la furia de los Guardias Rojos. A partir de 1966 se convirtió en su objetivo. "Las masas revolucionarias invadían nuestra casa, nos ataban y nos hacían desfilar por todos los pueblos vecinos acusándonos de ser 'lacayos de los imperialistas'", dice Zisheng. En cada una de estas ocasiones les escupían, pegaban y les daban violentas palizas. Las sesiones de denuncia se prolongaron durante tres años y cada vez les preguntaban a los Wangs: "¿Creéis en Dios o en Mao?".
Cuando la situación se calmó, "mi padre reanudó el contacto con otros cristianos y fue con ellos a rezar a medianoche en las grutas de las montañas". Sin embargo, en 1969 alguien informó de que había un hombre que insistía en bautizar y Wang fue detenido de nuevo, acusado de ser un "contrarrevolucionario irreductible". Su ejecución pública tuvo lugar el 29 de diciembre de 1973. Inicialmente se había decidido hacerlo estallar con explosivos, pero al final le dispararon. Antes de la ejecución, un guardia le cortó la lengua para que no pudiera predicar a la multitud. Después de 1979, Wang fue absuelto de todos los cargos.
No ha cambiado nada
Aunque tras la muerte de Mao en 1976 la persecución violenta de los cristianos prácticamente terminó, no ha cambiado nada en el trato que se da a la religión.
La única fe permitida es la del Partido, que quiere deshacerse de la Iglesia, ya sea vaciándola de creyentes, o vaciando a los fieles de su fe.
El obispo auxiliar de Shanghái, Ma Daqin, está detenido desde el 7 de julio de 2012, día de su ordenación episcopal, por haber dicho desde el púlpito que "a partir de hoy dejaré de ser miembro de la Asociación Patriótica".
Destrucción de una cruz en una iglesia china.
Desde hace cuatro años, el régimen comunista ha emprendido una labor sistemática de eliminación de cruces incluso en las iglesias.
Entre 2013 y 2016, en Zhejiang, la provincia más cristiana de China, se demolieron decenas (quizá cientos) de iglesias y se retiraron 1500 cruces de los tejados con el objetivo de "borrar todo rastro de cristianismo". La nueva normativa sobre actividades religiosas aprobada en 2018 y 2020 prohíbe a los menores entrar en las iglesias, prohíbe el catecismo y las peregrinaciones y exige a los creyentes y sacerdotes, como en los años 50, "que se adhieran a la dirección del Partido, a fin de difundir los principios del Partido y ser independientes de cualquier influencia extranjera".
La fuerza de los cristianos chinos
A pesar del acuerdo entre el Vaticano y China, renovado por otros dos años en octubre de 2020, la persecución de los cristianos no ha disminuido, como demuestran las detenciones intermitentes de obispos como Jia Zhiguo, Guo Xijin y Shao Zhumin. En su plan de "sinizar a la Iglesia", Xi Jinping no se diferencia de Mao Tse Tung.
Pero si es cierto que en 1949 había 4 millones de cristianos en China y hoy hay más de 90 millones (80 millones de protestantes y 12 millones de católicos), esto significa que el Partido Comunista, a pesar de perseguir a los cristianos durante cien años, no ha conseguido arrancar la semilla de la fe.
La fuerza de los cristianos chinos, por misteriosa que sea, queda bien ilustrada en las palabras de uno de los monjes de Yangjiaping que sobrevivió a la "marcha de la muerte": "Mientras me perseguían estaba lleno de alegría porque era inocente y ofrecía mis sufrimientos a Dios. Si hubieran detenido a los comunistas y me hubieran confiado su destino, ¿saben lo que habría hecho? Les habría perdonado".
Traducción de Elena Faccia Serrano.
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